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La crisis de hegemonía en un ciclo electoral aún abierto

Publicado en CIPER Chile

Andrés Cabrera, 26 de noviembre, 2021

El marco de análisis general para interpretar el resultado de las elecciones del pasado 21 de noviembre (21-N) es la crisis de hegemonía «revelada» en Chile a partir del estallido de octubre del 2019. Utilizamos el término «revelada», porque el surgimiento histórico de una crisis de hegemonía hunde sus raíces no en la inmediatez de los eventos noticiosos que sin pausa inundan las redes sociales, sino en un prolongado proceso de agotamiento sistémico.

Fenómenos de esta naturaleza son las crisis de legitimidad que en determinados momentos históricos ostentan los sectores dirigentes y principales instituciones del Estado, así como también la tendencia a la descomposición de los sistemas de partidos [1]. En regímenes democráticos, las disputas electorales no son inmunes a estos procesos plagados de contradicciones; por el contrario, los ciclos electorales envueltos en períodos de crisis suelen reflejar y reforzar estos síntomas sistémicos.

A la luz de esta breves definiciones, si hemos de elegir un punto de partida para dar cuenta de los cambios en las relaciones de fuerza y el comportamiento electoral desplegados en Chile durante los últimos años, este debe ser no la primera elección derivada del estallido de octubre —vale decir, el plebiscito del 25 de octubre del 2020—, sino la última elección presidencial y parlamentaria previa al desborde popular; o sea, las presidenciales y parlamentarias del 19 de noviembre del 2017, incluyendo el balotaje de diciembre de ese mismo año que selló el retorno de Sebastián Piñera y la derecha política a La Moneda en marzo del 2018 [2].

Mirado en su conjunto, el ciclo electoral que evidencia el agotamiento del sistema de partidos heredado de la transición se corresponde principalmente con la siguiente secuencia: presidenciales y parlamentarias (2017, incluyendo el balotaje), plebiscito de entrada (2020), Convención Constitucional (2021), primarias presidenciales (2021), presidenciales y parlamentarias (2021, incluyendo el balotaje), plebiscito de salida (2022) [3]. Pasemos revista brevemente a los elementos más importantes de este período mostrando algunas características del paisaje político dejado por la batalla electoral del pasado 21 de noviembre [4].

La interpretación que se encuentra al inicio del ciclo electoral 2017-2022 es que la elección del 2017 confirmó la fatiga del sistema de partidos heredado del proceso transicional. La lógica del reparto duopólico del poder había sido gravemente dañada y los síntomas más notables de esta situación fueron principalmente dos. Primero, la irrupción electoral de una tercera fuerza política, el Frente Amplio, que no sólo lograba desafiar a la centro-izquierda histórica ingresando al Parlamento con una nutrida bancada de diputados, sino que también conquistaba un sorprendente tercer lugar en la carrera presidencial a través de su abanderada, Beatriz Sánchez. Segundo, la irrupción de una candidatura escindida desde el extremo derecho de la UDI y el núcleo duro del gremialismo, José Antonio Kast, quien registró un 7,9% en su primera incursión presidencial y se ubicó en una expectante cuarta posición.

Lo que hace el estallido de octubre del 2019 primero, y la irrupción de una nueva agenda de compromisos electorales a partir del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre casi un mes después, es agudizar esta tendencia a la descomposición del sistema de partidos.

Este proceso de fragmentación y dispersión, no obstante, puede alinear circunstancialmente a grupos políticos diversos detrás de dos opciones claramente diferenciadas entre sí. Es lo que sucedió en el caso del plebiscito del 25 de octubre del 2020, cuando la dicotomización del espacio político estuvo configurada por las opciones del Apruebo (78%) y el Rechazo (21%). En aquella oportunidad, una vez asumida la centralidad e inevitabilidad de la disputa constituyente, el alineamiento de las fuerzas políticas y sociales detrás de las banderas de una u otra opción no tardó en fraguarse.

A inicios del 2020, la mayoría de los grupos organizados ya habían asumido su posición ante el plebiscito, planificado inicialmente para el 26 de abril. Fue la llegada de la pandemia y la postergación del referéndum lo que permitió a ciertos sectores de la derecha «cambiar de bando» y pasarse a las filas del Apruebo ante la abrumadora mayoría que parecía proyectar dicha opción.

Una situación similar está ocurriendo precisamente con el aglutinamiento circunstancial de las fuerzas políticas de cara al balotaje entre José Antonio Kast y Gabriel Boric. En esta oportunidad, el reordenamiento de las principales fuerzas partidarias ha sido prácticamente inmediato, además de la resonancia que adquiere la suma de liderazgos políticos y sociales que van aumentado la carga simbólica de uno y otro candidato. En solo un par de días, el representante del Frente Social Cristiano, José Antonio Kast, se ha coronado como el primus inter pares de la derecha, recibiendo los apoyos de su alma mater, la UDI, también por parte de RN y una desdibujada ala liberal, Evópoli. Por su parte, uno de los emblemas de la generación estudiantil del 2011, Gabriel Boric, recibe el apoyo sin condiciones del PS, PPD y PR, mientras que la DC llega a una coyuntura histórica decisiva con divisiones internas que deberán ser zanjadas en la próxima Junta Nacional del partido a realizarse este domingo.

A diferencia de estas configuraciones que muestran una simplificación dicotómica del escenario político en dos bandos, la elección de convencionales constituyentes del 15 y 16 de mayo significó la entrada a la arena política de una pluralidad de fuerzas políticas y sociales a la Convención. Como ha sido ampliamente documentado, ni la derecha ni ninguna otra fuerza política y social alcanza 1/3 para bloquear la discusión constitucional.

Tras las elecciones presidenciales y parlamentarias del pasado domingo, muchos se han preguntado por qué sus resultados parecieran contradecir las tendencias electorales expresadas en los comicios del plebiscito de entrada, de convencionales constituyentes y las primarias del 18 de julio; todos ellos, absolutamente favorables a las fuerzas transformadoras. Dejemos consignado al menos dos factores. Primero, el cambio súbito en los contenidos de la agenda que ha transitado desde las ideas transformadoras hacia las restauradoras, y que ha favorecido y capitalizado sagazmente el candidato de la extrema derecha. Segundo, la inaplicabilidad de las tres principales reformas que se tramitaron en el Congreso para la elección de la Convención Constitucional, mas no para la elección parlamentaria; vale decir, las leyes de paridad de género, escaños reservados a pueblos indígenas y promoción de listas de independientes.

Pese al positivo resultado que conquistó la derecha en estas elecciones en desmedro de una posición aún expectante de la coalición Apruebo Dignidad y la más compleja situación de la centro-izquierda concertacionista, pareciera ser que la tendencia a la fragmentación del sistema de partidos seguirá imperando durante el ciclo electoral en curso, más allá del alineamiento circunstancial que producirán los proyectos políticos en disputa comandados por José Antonio Kast y Gabriel Boric el próximo 19 de diciembre. Junto con la extinción de las coaliciones políticas que comandaron el proceso transicional, el resultado de esta elección configurará inexorablemente el último tramo del ciclo electoral que finaliza con el plebiscito de salida pronosticado para mediados del 2022.


Notas

[1] Por ejemplo, pensemos en la atmósfera de ilegitimidad que cubría a los sectores dirigentes en el período de la denominada «cuestión social» en Chile en el cambio de siglo XIX-XX, que llega a una suerte de «crisis moral» en el primer centenario de la república y forja lentamente el sistema de partidos que surgirá a inicios de la década del 30, con nuevos partidos y fuerzas políticas que bregarán por posiciones de poder al interior del Estado.

[2] Bien vale dejar consignada una tesis que Daniel Matamala propone en su más reciente libro, Distancia Social (2021, Editorial Catalonia), la cual —considera el periodista— ha sido escasamente explorada al momento de explicar los sucesos políticos que anteceden al estallido de octubre. El artículo «Ese verano en Cachagua», «es la crónica de un fenómeno a mi juicio tan decisivo como poco analizado en detonar el estallido: la decisión de convertir el segundo gobierno de Piñera en un triunfo ideológico de la derecha más ortodoxa y del gran empresariado. Creo que esta decisión, fundada en una mala interpretación del resultado electoral de 2017, y empujada por influyentes grupos de lobby empresarial, fue fundamental en llevar esta olla de presión que era Chile hasta su punto de ebullición» (p. 14).

[3] Es necesario apuntar que este ciclo electoral podría incorporar una disputa electoral más si es que la nueva Constitución, eventualmente aprobada en el plebiscito de salida, establece un régimen transitorio que fije qué comicios deben realizarse un año después de su entrada en vigencia, caso en el cual el gobierno entrante en marzo del 2022 tendría que llamar a elecciones por mandato constitucional.

[4] Las cifras de participación electoral registradas durante este ciclo también reflejan la crisis de representatividad que comporta nuestro régimen democrático. Entre el 19-N del 2017 y el 21-N del 2021 la participación ha fluctuado en un diferencial de 10 puntos, llegando a un peak de 50,9% en el plebiscito del 25-O del 2020 y a un mínimo de un 41,5% en la «mega-elección» del 15 y 16-M de este año. Por su parte, la participación, tanto en la primera vuelta presidencial y parlamentaria del 2017 como en los comicios acaecidos recientemente el 21-N, alcanzó rendimientos similares: un 46,7% y 47,3%, respectivamente.

Disponile en: https://www.ciperchile.cl/2021/11/26/crisis-de-hegemonia-y-ciclo-electoral/

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